El juez del instante

Hay una máquina cromada que aspira el flujo contaminado del ser humano, con un ritmo digital y su precisión cosmonauta. El vaivén circular de sus cilindros se parece a la respiración de un sacristán, con la suavidad de su fuelle y la misma intensidad de la plegaria. La máquina absorbe primero el caudal oxidado que se agolpa en los brazos retorcidos, y luego, con un leve rugido de tropel remoto, exhala el aliento purificado de la vida. Antonio Abad Carretero nació el tres de enero de 1950 empapado por una llovizna de diminutas flores blancas. Por el brillo de su piel oscura supieron enseguida que se había estado alimentado de moléculas de amor y que aquello le había infundido el júbilo de vivir. Antonio Abad siempre tuvo el presagio de la felicidad y una timidez antigua. Y la fantasía del fútbol. El émbolo de la máquina sisea por su permanente flotación lunar. Un pitido. Otro pitido. Un enfermero delgado ajusta la intensidad del caudal y asiste con una sonrisa a Antonio que ahora se contornea con el mismo entusiasmo juvenil con el que empezó a apresar los balones en mitad del juego para infundir el respeto en aquel territorio polvoriento del Hispania Club de fútbol. Antonio Abad siempre demostró una lucidez original y la fantasía intacta. Por eso, cuando su vida se detuvo por el repentino pánico de la enfermedad, escogió las nubes para su tierra firme. Antonio tenía la afición desmedida por el fútbol como cualquier otro muchacho de su época. Cuando empezó a jugar con el Hispania, no sopesaba la latitud de su temperamento hasta que un día, en Jaén, le expulsaron sin remilgos. Y no fue la única vez. Aquella temporada le mandaron fuera del juego hasta doce veces. Dice que la injusticia se había apoderado de su alma, pero lo dice con la alarma de la picardía y una sonrisa extravagante. Fue entonces cuando Rafael Usero, viendo con él un partido en la Cañada le sugirió que se inscribiera en el colegio de árbitros ya que su temporada como jugador había concluido. Así lo hizo. Para su primer partido albergó tanto temor que el primer pitazo lo dio son un silbato de caramelo que luego ocultó para evitar alguna afrenta. Dice que la emoción fue tan profunda que nunca más pudo separarse de aquella pasión. El fluido se conduce con la ligereza del viento mientras las manos ejercen una presión regular sobre sí mismas para dejar que entre la vida y para mitigar el dolor permanente. Antonio Abad estuvo de arbitro durante varios años en los que todo el mundo reconoció su inusual capacidad para apaciguar los litigios cerca del área. Cuando ningún árbitro hablaba con los jugadores, él empezó a ejercer la conciliación con una maestría abrumadora: ¡Yo siempre hablaba con todo el mundo porque yo era un verdadero juez del instante! Hay quien se retuerce de dolor y quien contabiliza el tiempo que resta para la desconexión. En 1983 todo cambió. Era un partido entre el Zamora y el Constancia de Inca de Mallorca. Su facilidad para armonizar en el terreno de juego le había traído una fama irreprochable. Tras aquel partido, en el que todo el mundo le felicitó, regresó luego a su casa con la alegría de otro éxito y la pesadumbre de un presagio. Se tumbó en la cama y entonces el cielo se oscureció. Notó como su cuerpo se le apelmazaba por los calambres mientras sus lágrimas se secaban como el sendero ancestral de los primeros hombres. Aquella noche se detuvo repentinamente el silbatazo cuando emergió el rastro de la enfermedad y su espíritu se cubrió entonces de la ceniza con la que se cubre la desesperanza. El médico que le atendió le diagnosticó insuficiencia renal crónica motivada por una hipertensión. Dos remedios: una trasplante o la diálisis permanente. La vida de Antonio Abad cambió radicalmente, pero no su espíritu. Si en 1994 consiguió un trasplante de riñón en Málaga y durante los cinco años siguientes su vida fue de nuevo ligera y veloz, cuando su cuerpo lo rechazó, se aferró de nuevo al aire tenue de la vida y a las sesiones semanales de diálisis. Antonio Abad Carretero lleva casi una treintena de años sentándose junto a una máquina cromada para depurar su sangre. Un enfermero delgado lo mira sonriente cuando empieza a cantar la primera estrofa de una canción antigua que apenas recuerda o cuando grita ¡Attthléééétiii! Antonio renace cada día. Cuando desayuna en el Bar la Vaguada o cuando mira al mar profundo o cuando ve la sonrisa de sus compañeras de sala o cuando recoge con sus manos doloridas las manos de su compañera, la mujer a la que ama profundamente porque siempre sabe por dónde circula su dolor y siempre, siempre, sabe como remediarlo. La máquina se detiene con un suspiro metálico y Antonio Abad Carretero, el juez del instante, se desconecta entonces de la camilla para conectarse de nuevo a la vida.

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