En recuerdo de Gloria Sevilla, la partera de la Chanca, que ya nos ha dejado sin llanto y sin excusas

Hay llantos que brotan en la primera liturgia de la vida con su naturalidad correspondiente. Llantos acompasados con las primeras bocanadas de oxígeno impuro, exprimidos en los pulmones recién nacidos. Y hay llantos que emergen de las entrañas del propio cuerpo que los cobija, incluso antes de florecer, porque ya no soportan la fatiga del vientre y sienten la quemazón del liquido corrompido por meses de gestación. Gloria Sevilla siempre lleva las manos limpias y el brillo legendario de su ubicuidad. Cuando solo era una niña acompañó a su madre para asistir el parto de una de su cuñadas. La escena, con el vapor del alma emergiendo con un gemido parecido al zumbido de los moscardones y el lecho cubierto de flores tibias y los bracitos del recién nacido aferrándose al cabo de las manos que lo recogían, le provocaron un escalofrío irremediable y la convulsión de su destino. Recuerda que aunque solo era un niña, su mirada se hizo más precisa y notó cómo se le arreciaron las manos y como aprendió aquel gesto con el que su madre se conducía por el laberinto de los muslos sudorosos y el sufrimiento de la primera vida, con su estallido de pavor y dolor insuperables. Gloria Sevilla asistió aquella noche a su primer parto con la inconsciencia de la juventud pero allí mismo se reveló su lucidez penetrante y el aplomo para el oficio que luego le guiaría toda la vida. Gloria Sevilla tiene noventa y cuatro años y es la partera del barrio de Pescadería. Sus manos han dado durante muchos años el primer pespunte de la vida a centenares de vecinos. Pespuntes con hilo desinfectado que tenía que trenzar con el mimo de las monjas para evitar las infecciones y para sellar definitivamente la entrada por la que querían retornar los recién nacidos, ansiosos por recuperar su latido intacto. Como el que le dio al hijo de Rosa la Motorista, la primera mujer a la que asistió en mitad de la noche y en mitad del miedo aterrador que le produjo estar completamente sola. Cuando su vecina le avisó para que le ayudara, la sangre se le volvió tan espesa que las piernas eran incapaces de temblar. Y aún así, como había aprendido por ver a su madre, le sobrevino la entereza: un trapo sobre la cama, un trapo sin categoría, limpio; una zalea o una lona y una palangana para recoger la marranería; el agua puesta a calentar, el hilo en el alcohol y una mezcla de coraje y ternura sobrenatural con la que recoger a la primera criatura de su vida, un niño, recuerda, que emergió con la mirada y la ligereza de los topillos. Gloria ya era la comadrona. Sin el anuncio de su habilidad, todo el mundo sabía donde estaba su casa. A cualquier hora y casi a cualquier sitio. Dice que una noche la despertaron con tanta urgencia, que tuvo que ir hasta las quinientas viviendas en una bicicleta vieja y ruidosa sobre el asiento de una tabla carcomida. El delirio del alumbramiento se convirtió en su rutina. Mellizas que apenas pesaron un kilo cada una o la mujer a la que la criatura se le había atravesado en la panza y tuvo que enderezarla con la magia de su mano derecha. O aquella vez, que nunca olvidará, en la que el llanto fue tan precoz que restallaba en el vientre de la madre antes de que ella pudiese arquear las piernas. Gloria Sevilla ha estado mas de setenta años recogiendo la vida en su manos. Su única pericia ha sido el amor por la vida y la inefable virtud de partera pulcra y completa. Ahora, cuando la gente la para por las calles para agradecerle la buenaventura que les transmitió el mismo día en el que nacieron, dice que siente renacer en su corazón la alegría de vivir y entonces se estremece con una sonrisa en su sillita de estancias diurnas, ajena al bullicio de la gimnasia terapéutica, con las uñas recién cortadas y limpias y en la memoria el olor natural y milenario del parto.

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