Alteveré

Tiene el corazón desportillado y la mirada nítida del azul mecedor de las olas gigantes. Las manos limpias y pulidas como las de un santo, y el suave sueño de la mudanza permanente. Francisco Navarro nació en Londres en 1937 tras el acoso deliberado que sufrió su familia justo un año antes, cuando a su padre José Navarro Moner, un exportador de fruta de Villareal de los Infantes que había encontrado en Almería el amor y el delicioso placer de la vida consumada, le dieron el aviso de que huyera antes de que un pelotón de falangistas lo apresara por mostrar un aire de anglosajón excesivo. En Inglaterra adquirió el pudor constante de los británicos y el amparo de la nacionalidad que luego, cuando regresó a Almería en 1940, le serviría para compensar la escasez de los alimentos racionados con suntuosas cestas de harina blanca, mantequilla y azúcar que le hacían llegar a través del consulado inglés en Málaga. A los doce años su padre quiso involucrarlo en el negocio de la exportación de la fruta y se lo llevó al mercado de Covent Garden de Londres para adiestrarlo en el calibrado de los precios y de los beneficios observando la precisión ancestral que practicaban los hebreos. Allí aprendió el mecanismo del negocio y allí prolongó ese refinamiento inusual que nunca más pudo ocultar. A los catorce años su padre le regaló un Austin Atlantic amarillo y entonces, como una premonición, el mundo viró por dejarle paso. Había concluido la segunda guerra mundial y el negocio de la uva de Almería florecía con una intensidad exagerada. Francisco Navarro se fue haciendo cargo de la representación del negocio con una suerte de extravagancia y generosidad. Y entonces la estela de su coche descapotable se volvió brillante y habitual entre los campos de parrales y se acrecentó su estado de seductor puro porque acechaba a las coristas del Casino para luego acompañarlas a su salida con aquella lujosa ostentación de sonrisas perfectas y el cabrilleo de la piel. Y desde la Venta Eritaña, luego el Hotel Solymar, donde se exhibía con su silueta celestial la prostituta Navajilla y donde conoció a cuatro músicos ingleses atolondrados y desgarbados a los que ayudaba como traductor para que Fernando, el camarero obstinado y mitológico de la Venta, no albergara dudas sobre su solvencia, comenzó a tramar un futuro inmediato sin las disputas del resto. Y se hizo asiduo al cabaret de El Chapina donde se exhibía con su smoking impecable, urgido por el perfume de las vedettes Carmen de Lirio o de Lourdes Amaya, y donde su padre tenía que telefonearle para que recogiera los telegramas urgentes. Y acrecentó luego aquella afición por el automovilismo con su primera carrera en Palma de Mallorca en 1954, que fue solo un ejercicio preparatorio de su osadía posterior con Ángel Fernández: la vuelta España en un Seat 600 en 92 horas y 16 minutos. Aunque la estela de su pericia automovilística le hizo indomable, luego la consternación de la vida fue aflojando el delirio y en la década de los sesenta el gruñido del Austin Atlantic se hizo ralentí y el cielorraso. Francisco Navarro también es Paquito. Dice que el amor le dio la última puntada la noche del veinte de octubre de 1971 cuando llamaron a su puerta y le despojaron de su intimidad con tres abrazos alborozados y la ternura impaciente de los gorriones y dice que sucumbió porque le sobrevino el desaliento en las rodillas y que por eso se casó. Se casó con Albertina Piquer en Gibraltar para gozar de los privilegios de su nacionalidad pero también para aliviar alguna afrenta, porque consintió enamorado. Francisco Navarro se asoma ahora al horizonte del mar para escuchar su rutina sepulcral y reavivar las oraciones perfectas de su madre y el consejo purificador de su padre, pero solo oye el traqueteo de las emporronadoras y la fruición de los tapadores abrazados a las duelas y la emoción matinal de los arrieros y los tratos apresurados alteveré con los parraleros, sin dinero ni traiciones. Y escucha también las canciones deliberadas de las limpiadoras floreando los parrales. Anda encargado, mira el reloj, no te equivoques que las seis son. Las limpiadoras están aburridas, quitan las buenas, dejan las podridas. Francisco Navarro todavía recuerda cuando se vestía de niño Jesús en 1948 en las procesiones de los Niños hebreos, y musita las mismas plegarias infantiles, pero solo es una oración, la misma oración vespertina de una vida sin salud, y el aliento de aquel amor casi eterno calcinando el aire. Si te equivocas, haz lo que quieras, pero ahora mismo se van las obreras.

Comentarios

Entradas populares